La Ley del deseo y  el burro volador

Joseph Overton, vicepresidente que fue de Mackinac Center for Public Policy , desarrolló una teoría política conocida como “ventana de overton”, mediante la cual se pretende explicar cómo es que se legitiman ciertas ideas absurdas ante la opinión pública, y cómo a partir de ahí, un número mayoritario de personas se adecúan a estas ideas por disparatadas que sean, desarrollándose con ello la metáfora del burro volador, burro que en absoluto es único, sino que hay toda una variedad y multitud de burros voladores, que son perceptibles sin mucho esfuerzo en numerosas iniciativas legislativas que polarizan a la opinión pública  con la intención de constituirse en corrientes dominantes, donde democracia es cambiada por clientelismo, como de un nuevo totalitarismo que va desbordando  las tradicionales fronteras ideológicas, apelando a las emociones y no a la razón, a las ensoñaciones y no a la realidad, prometiendo proporcionar todo aquello que cada uno desee, aunque sea algo imposible.

Esta corriente  está  incrustada dentro del propio poder, compra voluntades, proporciona prebendas a quienes son sus cómplices y castiga con la muerte civil a quienes la desafían y es así como la gente acaba aceptando que efectivamente los burros pueden volar si se les apoya y subvenciona lo suficiente.

La metáfora del burro volador es como sigue:

«El gobierno publica una ley para que los burros vuelen. Pasado un tiempo, se comprueba que los burros, pese a su obligación legal de volar, no lo hacen. Pero el Gobierno, lejos de rectificar, justifica el fracaso de la ley alegando que no se ha gastado lo suficiente para que los burros vuelen y se destinan más recursos para asegurar el éxito de la iniciativa. La gente sensata protesta alegando que los burros son burros, no águilas. Entonces, el Gobierno pone en marcha una intensa propaganda para denunciar que hay sectores en nuestra sociedad que odian a los burros y quieren negarles su derecho a volar, las evidencias no importan. Con el paso del tiempo, una parte importante de la población olvida la cuestión clave: que los burros, en efecto, no son águilas. Y el debate deriva hacia un enfoque moral con dos bandos enfrentados. Por un lado, la línea oficialista, que establece la obligación de amar a los burros y defender su inalienable derecho a volar como las águilas. Por otro, los críticos, que consideran la iniciativa un disparate. Para neutralizar a los críticos, el Gobierno establece el delito de odio al burro volador. Y para reeducar a los que consideran que los burros voladores son una patraña, se crea la figura del agente experto en perspectiva de burros voladores. Además, a las nuevas generaciones se las orienta hacia la devoción al burro volador. El burro volador y la Democracia son inseparables. Negar la existencia del burro volador significa negar la democracia. Sin embargo, pese a todos los esfuerzos y después de miles de millones de euros gastados, los burros, que son muy suyos, no ejercen su derecho a volar. Y lógicamente afloran las críticas por la disparidad de los recursos empleados y los resultados obtenidos. Pero el Gobierno de nuevo recurre a la propaganda y neutraliza el debate lanzando una consigna: «¡Ni un paso atrás en la defensa de los burros voladores!». Los importantes avances conseguidos en materia de derechos para el burro volador marcan un antes y un después, son la diferencia entre una sociedad egoísta e insensible y una sociedad diversa y plena de empatía. Décadas más tarde, los burros siguen sin volar. Nadie ha visto a ninguno hacerlo. Pero el burro volador se ha convertido en un símbolo. Las evidencias ya no importan. Se trata de estar del lado de la historia, promover un mañana mejor en el que los burros puedan surcar los cielos libres y gráciles como palomas. Hasta que ese día llegue, el burro volador es algo aspiracional, una lucha alrededor de la que florecen políticas, observatorios, subvenciones, asociaciones, agencias internacionales, incluso nuevas carreras universitarias. También las multinacionales colocan al lado de sus marcas el sello normalizado del burro alado para demostrar al público que están a favor de la gran causa. Hay un Día Mundial del Burro Volador, un doodle de Google y huelgas estudiantiles, y de las otras, en defensa del burro volador, porque el burro volador, como símbolo del Bien, siempre estará amenazado por el Mal. La mejor prueba de ello es que los burros siguen sin ejercer su derecho a volar, no porque sean inasequibles a los deseos del legislador, sino porque subyace una opresión estructural que se lo impide. El mundo académico hace tiempo que se sumó a la causa, y los científicos sociales amontonan estudios con datos agregados sobre la población de burros y la aplicación del derecho a volar. La conclusión es unánime: hay mucho margen de mejora, pero son necesarias nuevas leyes y más recursos. El burro volador goza de un gran protagonismo en las citas electorales. Años de campañas de sensibilización logran que muchas personas consideren que la intención debe prevalecer sobre la evidencia. La intención es legítima y buena; la evidencia, limitante y malvada. Así pues, el burro no debe depender de sus capacidades reales sino de las aspiraciones que se le reconozcan. ¡Por un burro volador digno!. Estar a favor o en contra del burro volador puede marcar la diferencia entre sumar votos o restarlos. Y lo que es más importante: acceder o no al generoso presupuesto al que se ha hecho acreedora la gran causa. Por lo tanto, los partidos que antes consideraban al burro volador como un disparate legislativo, moderan su discurso. Todavía no reconocen el derecho del burro a volar, pero sí su derecho a saltar como una gacela. Entonces, el burrismo se desdobla en dos corrientes: un burrismo radical y un burrismo moderado. Pero el burrismo es ya una corriente dominante.»

Sin duda que la teoría de la “ventana de Overton” está presente en la metáfora del burro volador, si bien podría complementarse con la teoría de la lógica de la acción colectiva, desarrollada por el economista y sociólogo Mancur Olson que mantiene que los grupos que pueden influir para colocar las ventanas en unos lugares y no otros lo hacen movidos por determinados incentivos, teoría que sostiene, que, dado que organizarse implica costes, el individuo sólo se movilizará si prevé que sus ganancias compensarán el esfuerzo, lo cual  implica la necesidad de un fuerte incentivo individual y selectivo para estimular a una persona racional a cooperar con el grupo, es por eso que toda gran causa va acompañada invariablemente de un generoso presupuesto que tenderá a incrementarse con el tiempo.

En el mismo sentido va la teoría de la elección pública, que analiza las decisiones colectivas o públicas de los agentes políticos, y busca definir un marco institucional óptimo que limite el poder político frente a la sociedad civil para que la democracia no degenere en clientelismo.

Sean ciertas o no estas teorías, el caso es que en la política actual los burros voladores abundan, a pesar de que nadie ha visto nunca volar a un burro,  y aunque esté prohibido decirlo, la inmensa mayoría de las personas sabe en su fuero interno que jamás ninguno lo hará, ni hoy ni nunca. La política del burro volador es tan endeble e insostenible que bastaría un leve cambio en la orientación de la mirada de la sociedad para que se desvaneciera de un día para otro. Sin embargo, cada vez que alguien asoma la cabeza a la prosaica realidad, otro alguien oportunamente exclama: “¡Mirad, un burro volando!”. Y volvemos la mirada.

Svetlana Petrova (Socióloga).

Por Svetlana Petrova

Socióloga